Diego Alatriste contempló fríamente aquella fantasía
oriental enriquecida con mármoles y relieves, botín acumulado de siglos de
poder, conquistas y dinero. Él no era hombre a quien la belleza de una iglesia
o un palacio deslumbrasen más que las formas de una mujer hermosa; en realidad
lo impresionaban mucho menos que eso. No era el suyo un mundo de dorados ni
pinturas multicolores, sino de tonos grises y pardos, hecho de la niebla
incierta de un amanecer y del áspero roce del cuero de un coleto acuchillado.
Durante la mayor parte de su existencia había visto visto arder riquezas, obras
de arte, tapices, muebles, libros y vidas. También había matado y visto morir
lo suficiente para saber que el fuego, el hierro y el tiempo lo destruían todo
tarde o temprano, y que obras con ambición de eternidad se venían abajo en un
instante, derribadas por los males del mundo y los desastres de la guerra. Por
eso la riqueza de San Marcos no lo conmovía en absoluto, ni experimentaba en su
ánimo lo que tan abrumador despliegue perseguía: el hálito de lo sagrado, lo
solemne de la inmortal divinidad. El oro con que se edificaban palacios,
iglesias y catedrales lo pagaban él y los que eran como él con su sudor y su
sangre, desde que la Humanidad tenía memoria.
``El puente de los asesinos´´
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